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Ya habia visto

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Cuan terrible fue el tormento que asedió a Octavio Páez durante la veintena y lustro en que le tocó reptar. Ya había visto el sol caer, los nardos florecer, las rosas palidecer. Ya había visto el negro cielo y el blanco infierno. Ya había visto a los niños y a sus perros, y a sus madres gimiendo, así como también había ya visto al tren que los finaría cual trueno. Bien sabido es que podríamos eternizar la lista, por cuanto, a modo de resumen vano, la limitaremos a los ya mentados ejemplos.

Desayunó, hacia la tarde, jugo de vaca adobado con café. Pan de ayer tostado, mermelada y aguas burbujeantes transpirando el vaso opaco. No leyó el periódico, puesto que descreía de ellos, así como también de toda otra muestra de falaz actualidad. Se aseó con suma cautela, siempre con la cabeza a gachas. (Al lector promedio le parecerá extraño esto que damos por sentado, pero -y esto lo supimos casi póstumamente- es preciso remarcar que no había mal sobre este mundo que turbara más tanto a Octavio como la mera mención de espejos, u otros instrumentos de tortura igualmente inhumanos)

Consumado el ritual diario, abandonó su habitación en Paraguay y Boulogne Sur Mer, entregándose a las calles suavizadas por la niebla. Era un hombre taciturno, sumido habitualmente en las más crípticas cavilaciones, reparando rara vez en su entorno. No lo culpamos, puesto que, dada su naturaleza, esperar menos habría sido una necedad, o acaso una imperdonable falta de tacto.

Caminadas sus diez cuadras y doblado debidamente a la izquierda, cual batalla naval hundió de un zarpazo el timbre que flotaba en el 3-B. Contrariando su costumbre, esta vez no respondieron. Quizás por la hora o el mal clima, el velero de bronce reflotó y naufragó en reiteradas oportunidades, sin variar el resultado. Aunque, de más está decirlo, Octavio ya sabía esto, y es aquí donde radica su martirio.

Tras intentar abrir la puerta, a sabiendas de que habían echado llave, pidió ayuda a la mujer del portero en el instante en que ésta arribaba a sus espaldas. Con notorio desconcierto, la mujer entrada en años esgrimió la pulida pieza y le abrió paso, no sin antes preguntar -según dictan las buenas costumbres- por su salud y los motivos de su ausencia. Octavio le propinó una excusa vagamente premeditada, y se abocó a devorar las escaleras, adelantándose a asentir la pregunta que le hacían desde abajo.

Creemos pertinente agregar -excusándonos por la abrupta interrupción del relato- que, nunca habiéndosele dado un mejor uso a la palabra, Octavio era un adelantado, más en sentido literal que retórico; una suerte de vidente, impotente ante su patente estigma. Así, pues, su último día es el que aquí intentamos plasmar lo más fehacientemente posible, no obstante los vastos abismos lógicos que todo prodigio presenta.

Llegado al tercer piso, dejó pasar la puerta "A" por su derecha, y vaciló al enfrentarse a su objetivo de madera. Oyó, sin sorpresa alguna, al viejo del "C" intentar (infructuosamente) mover en silencio la de su puerta, tal como lo hacía siempre que oía ruido en el pasillo. A punto de embocar la llave, Octavio supo que la puerta estaba abierta, e hizo girar el cuerno helado de la misma.

Como en todo invierno porteño, la noche arremete con impaciencia, y para las 7 todo se halla ya bajo su manto. La ventana abierta dejaba ver la niebla disipada, brillando su ausencia bajo la luna llena. Mariana yacía en su cama, vuelta un capullo inextricable de sábanas ocre y mantas diversas.

Víctima de una reiteración constante, Octavio había vivido siempre en la más pura vigilia, en la frustración enardecida de la ausencia de azares, en la exaltación prematura de ver todo un segundo antes.

Para cuando estaba dando el tercer paso hacia la cama, supo en el baño un cuerpo desnudo, una figura masculina saliendo de la ducha. En un frustrado intento por silenciar a la muchedumbre vociferando entre sus sienes -demonios rabiosos en piel de recuerdos-, se asomó a la ventana, no sin antes contemplar (con el más terrible horror) al espejo tras la cama, adelantándose a sus pasos.

Sólo lo vio la altiva luna, cíclope omnisciente de esa noche de manos soltadas. Un segundo antes de hacerlo, ya se sabía muerto. Abrió los brazos, cerró los ojos y, resignado, se dejó caer.

La idea original era escribir una pequeña ficción parodiando los tan conocidos suicidios por amor. Como no puedo conmigo mismo, a último momento -y una vez que el boceto estaba listo- opté por echarlo al tacho y empezar de cero, agregando un toque surrealista al asunto.

Es así como al lector casual le aburrirá (esto lo doy por hecho), al impaciente o superficial le parecerá un suicida más (o, en su defecto, una mierda de cuento), y al otro (o sea, yo) quizás le entretenga un rato. Tal como digo siempre, si escribo no es más que para librarme de ciertos fantasmas extraños que me acosan de noche y me roban el tabaco.

Dicho en otras palabras, este humilde autor no se responsabiliza por somnolencia extrema, pérdida de cabello, esterilidad u otro mal asociado directa o indirectamente a la lectura de esta historia. Queda usted, estimado lector (con bronceado de monitor), debídamente advertido.
© 2007 - 2024 doctornasty
Comments1
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RickyLP's avatar
muy bueno loco
saludos